martes, 28 de junio de 2016

Marechal, Dickens y Chesterton

Desde que descubrí a Dickens se me ha hecho muy querido. Y aunque solo leí David Copperfield, leí y estoy leyendo cosas sobre Dickens. Luego, como estoy releyendo mi ya-querido-desde-hace-tiempo Adán Buenosayres, empiezo a tener presente a ambos autores, Dickens y Marechal.

Y no es que descubrí relaciones entre ambos, pero sí quizás cosas para comparar, para pensar. Apenas releí el nacimiento de Samuel Tesler recordé y fui a presenciar otra vez el de David Copperfield. No es que tengan algo en común, es solo que los dos están llenos de un gran humor. Distinto, pero cada uno genial a su modo.

Más tarde aparece un tercer jugador. Justo cuando Marechal hace una referencia indirecta al hombre que fue Jueves, me regalan la biografía de Dickens hecha por Chesterton (genio de mis preferidos, y del humor también). Y en las primeras páginas descubro esto:

El optimista es mucho mejor reformador que el pesimista; el que está persuadido de que la vida es excelente, es el que más la modifica. Parece esto una paradoja, y sin embargo, la razón es obvia. Podrá el espectáculo del mal encolerizar al pesimista; sólo el optimista es capaz de sorprenderse ante él. Es menester que el reformador posea una ingenua disposición de sorpresa, una capacidad de pasmo violento y virginal. No basta que le acongoje la injusticia; es necesario que le parezca absurda, una anomalía en la existencia, y asunto más que para lágrimas, para desatarse en risa demoledora”.

Si bien el punto es otro, no deja de sorprender ese final. No solo habla de que le parezca absurdo, o una anomalía, o le acongoje el mal o la injusticia, sino que le desate la risa. ¡Caramba! ¿No será este optimista de Chesterton alguien que posee ese humor angélico del que habla Marechal, alguien que tiene “la sonrisa que tal vez los ángeles esbozan ante la locura de los hombres”?

sábado, 18 de junio de 2016

De vuelta al Adán (IV)

Libro primero, II

[ACTUALIZACIÓN: Creo que sería de interés notar un error teológico si desde el punto de vista cristiano hablamos. En el paraíso Dios no hizo al hombre para el otium poeticum (como dice Marechal en la historia de Samuel Tesler), sino que para el trabajo (Gen. 2, 15). Sin fatiga, que entra luego con la condena y la expulsión, pero trabajo.]

Esta segunda parte es más cómica. El encuentro de los dos amigos, los problemas de amor; geniales las descripciones de la vida y forma de ser de Samuel Tesler.

Cuando Adán lo despierta y le dice que es jueves, y Tesler se refiere a él como “si hay un hombre que debiera llamarse jueves”, Javier de Navascués menciona la relación del punto con Chesterton y destaca lo significativo de llamarlo jueves, siendo el jueves un día clave en la vida de Adán. (Es interesante leer en el estudio preliminar la ubicación del libro en tres días, de jueves a sábado a la noche, como una suerte de “pasión” de Adán).

Fui a repasar “El hombre que fue jueves” y encontré algo curioso: “Acababa de oír Syme estas palabras, cuando vio en las caras de los hombres que lo rodeaban una alteración sublime y temerosa a la vez, como si el cielo se abriera sobre su cabeza”. ¡"Sicut liber involutus"! Ja, ja.

Recordar el relato del nacimiento de Samuel me gustó mucho y al punto lo asocié, sin muchas razones, con el nacimiento de David Copperfield. No es que tengan algo en común, es solo que descubrí que ahora conozco dos humoristas geniales, Marechal y Dickens.

Dentro de los placeres literarios no solo están los relatos del nacimiento de Tesler, su relación con el trabajo, su filosofía de la higiene, los diálogos con sus padres, el angel de cemento, el búho y la gallina, el kimono y su descripción, el día y la noche, las cavilaciones sobre los problemas de amor, el relato anticipado de la muerte de Samuel Tesler… No solo todo eso, digo (tan sabroso), sino algunas pequeñeces que esta vez pude apreciar más que antes. La entrada de Adán a la habitación silenciosa y oscura hace desdarrollar toda una serie de metáforas geniales:

“Con el nudillo de los dedos (…) así llamó Adán Buenosayres (…) Pero un silencio duro reinaba en el interior del antro, como si la habitación número cinco no fuese hueca sino maciza”;
“(…) insistió en su golpeteo (…) volvió a responderle un silencio que parecía gozarse en su misma perfección”;
“Y la puerta cerróse tras el visitante, pesada de solemnidad”;
“Adentro señoreaba toda la oscuridad, la sombra palpitante, la tiniebla viva, como si la última noche, acosada por el día y sus mordientes perros, hubiera buscado refugio en la habitación número cinco y temblase aún llena de zozobra”.

De todos los relatos, descripciones y diálogos que mencioné, mi preferido siempre fue el de Samuel con sus padres, según relata en el recuerdo el propio Samuel. Pero en esta lectura no pude dejar de reírme con este otro:

Digo, pues, que Samuel Tesler, no bien estuvo de pie, metió el pucho de su cigarrillo en un cenicero y lo reventó con la uña de su pulgar. Luego fue hasta el pizarrón y borró con esmero las anotaciones del día veintisiete. Salió por fin a la ventana y sus ojos dominaron la ciudad, que reía desnuda bajo el arponeo del sol. Entonces, como llevado por una idea fija, tendió un brazo elocuente y mostró los techos de zinc, las terrazas de color ladrillo, los campanarios distantes y las chimeneas que humeaban al viento.
—¡Ahí está Buenos Aires!—dijo—. La perra que se come a sus cachorros para crecer.
Gritos y carcajadas que venían desde afuera interrumpieron su naciente discurso.
—¿Quiénes gritan afuera? —preguntó el filósofo arrugando el ceño.
Adán le señaló un edificio en construcción que se levantaba enfrente:
—Los albañiles italianos.
—¿Y de qué se ríe la bestia itálica?
—De tu quimono.
Así era, en efecto, porque los albañiles, olvidándose de las cebollas crudas que a esa hora mordían en el cielo, se agitaban ya en sus andamios para celebrar la aparición del quimono y de las asombrosas figuras que contenía. Entonces, con expresión enigmática, Samuel Tesler miró a los albañiles italianos y les trazó el signo masónico siguiente: colocó su antebrazo izquierdo en la articulación de su brazo con antebrazo derecho; armado ya el signo, agitó dos o tres veces el antebrazo derecho y esperó con visible ansiedad. Pero los albañiles no tardaron en responderle con signos iguales, observado lo cual el filósofo estalló en una risotada satisfecha: se habían entendido”.

sábado, 11 de junio de 2016

De vuelta al Adán (III)

Libro primero, I.

Acá las primeras menciones al tejedor de humo, al desertor de la ciudad. Al desprecio por los Lucio Negri que se entregan ebrios a las ilusiones vanas pero a la vez el arrepentimiento por no haber sido como el abuelo Sebastián y no darse entero a una causa.

Acá la filosofía y la teología, con el “vivir en otro por la eternidad de Otro”…

Al releer la filosofía marechaliana que abunda en este capítulo (que en definitiva es la cristiana, ¿no?) me di cuenta de una cosa. Él se pregunta “en qué intuiciones personales había conocido la inmortalidad de su alma”. Y uno de sus respuestas es: “en su increduidad, extrañeza o repugnancia de la muerte como total aniquilamiento”. Esto quizás algunos lo nieguen como “prueba de inmortalidad” porque, después de todo, ¿qué es esa “prueba” que buscan sino un mero producto del pensamiento científico? Yo veo la repugnancia del alma por la muerte como un “alimento de la fe” en su propia inmortalidad.

Algunas cosas secundarias que no entiendo. ¿Por qué los chicos jugando al futbol son diez voces que gritaban? Y luego las otras diez. ¿Será que el arquero no grita? ¿Por qué el día viene cada doce horas? Luego habla del maestro “ciruela”. ¿Es con cé? Hay algo raro que chequeé en otras ediciones. En todas está la misma palabra. Justamente cuando dice que Lucio Negri aprovechó quizás la ausencia de los cuatro “haces” de la tertulia. ¿Haces o ases?

Al despertar Adán va ascendiendo: saliendo de las profundidades; se izaba; salía a la superficie. Pero luego dice: “al tocar el fondo cierto de este mundo”.

¿Por qué está herido de muerte? Pues siempre supuse que era lo mismo que estar en el anzuelo del pescador. Por eso “desertor de la ciudad y del día”. Lo que pasa es que solo ve por ahora la herida, y no los beneficios de la muerte. Aún no llegó a la confesión frente al Cristo. Solo está herido por todo lo que la belleza no da.

Siempre recuerdo el temor apocalíptico de que el cielo desaparezca “sicut liber involutus”, o los elásticos de la cama de Adán gimiendo su “de profundis”. Expresiones que me gustaron esta vez:

“(…) al que se resistía él con todo el peso de una voluntad muerta”;
“el grito de un reloj”;
“figura de poeta sin destino visible”;
“aquel tabaco salteño que sería su alma un minuto”;
“desnudo ya en su esencia y revelado en la forma exacta de sus desvelos”;
“su risa era un elogio de la mañana”;
“le habían permitido desensillar y había soltado su tordillo viejo en el campo de las estrellas”.

Y así como esta ese “cielo gauchesco” del abuelo, está el mito del carro alado platónico, en descripción gaucha que empieza así: “Su alma era semejante a un carro alado del cual tiraban dos potros diferentes: uno, color de cielo, crines abrojadas de estrellas y finos cascos voladores, tendía siempre hacia lo alto, hacia las praderas celestes que lo vieron nacer; el otro, color de tierra, sancochado de boca, empacador, lunanco, barrigón, orejudo, vencido de manos, jeta caída y rodador, tiraba siempre hacia lo bajo, ansioso de empantanarse hasta la verija (…)”

Y no recordaba el viaje al silencio, ese que va desde el ruido de los animales hasta el fantástico eje de la tierra girando. Y eso tan infantil de: “¿Cómo se reconstruía la cara del abuelo Sebastián? Era necesario juntar los párpados con fuerza y pensar en el intensamente: al punto, dentro de la negrura interior, aparecían la barba lluviosa, los ojos redondos y lucientes como cabeza de tornillo y la encorvada nariz del abuelo Sebastián”.